Remo Bodei, filósofo y ensayista italiano, escribió que “las obras de arte parecen imprecisas desde un punto de vista cognitivo en razón precisamente del exceso de verdad que guardan en su interior. Son ‘vagas’ en el sentido etimológico latino, aptas para tejer relaciones siempre nuevas”. No se podría describir mejor la obra de Guillermo Vázquez Zamarbide.
Toda la pintura de Guillermo se sitúa entre la figuración y la abstracción, no siendo lo uno ni lo otro, sino las dos cosas a la vez: de ahí nace el exceso de verdad que la preña y la cambiante y huidiza belleza que hipnotiza a quien la mira. En el arte es la obra la que mira, y elige al que la contempla, eso es cierto en los lienzos de este pintor y arquitecto argentino.
Las pinturas de Vázquez Zamarbide nos miran desde el interior, desde un interior casi siempre indefinido, “vago”, donde lo que prima no es el objeto en sí, sino la materia pictórica y su tratamiento. Un interior desde donde la emoción del espectador nace del encuentro, en la encrucijada que toda obra de arte es, con lo que el pintor ha ido a buscar, o, mejor, ha sido enviado a buscar.
Enviado a afrontar en la más absoluta soledad conscientemente o no, el reto de toda obra artística que consiste en resolver de manera estética un problema que siempre es ético, fórmula que acuñó Georg Lukács refiriéndose a la novela. El pintor va a ver allá donde parece que no hay más que oscuridad, armado solo con la confianza y el coraje de quien, con Hölderlin cree que “en donde está el peligro está la salvación”.
Ver lo que a uno le ciega es el premio de todo aquel que se aventura por terrenos vírgenes, inconquistados. En este caso inconquistables. En eso está Guillermo Vázquez Zamarbide. Y ese combate en el que se debate es lo que nos mira desde sus lienzos y nos hace rendir las armas.
José Luis Atienza Merino
Fotografías: David H.G.